El día del alta

Hacía días que no preguntaba nada sobre cuándo nos darían el alta; me lo habían dejado muy claro, eran 7 días. 7 días significaba que podríamos irnos a casa el viernes.

Era jueves por la mañana y la pediatra dio el alta a la última madre con quien más nos habíamos relacionado hasta entonces. Las otras dos con quien había tenido más contacto ya estaban en casa. O sea que en esa sala de neonatos tan llena cuando ingresamos, sólo quedaban dos niñas prematuras, una niña en la UCI y Lua.

Ella, Lua, seguía igual de bien. Aumentaba espectacularmente de peso cada día y seguía tranquila, apacible, como el primer día. No había hecho ningún síntoma de estar enferma y las analíticas habían salido ya bien. Pero la última dosis de antibiótico le tocaba ese mismo jueves a las 5 de la tarde, por lo tanto, teníamos en perspectiva todo un día más (con su noche), en el hospital. Se hacía duro ver como todo el mundo se iba marchando y sólo podía pensar en cuando nos tocaría a nosotros.

Laia había ido a pasar todo el día en el bosque con los abuelos y su primo, sabíamos que así se distraería más y le pasaría el día más rápido y más feliz. Por lo tanto, aquel jueves podíamos estar él y yo juntos (que también lo necesitábamos) con Lua.

Lo que empezó siendo un día un poco triste por verme allí dentro un día más sin aquellas madres que tanto me habían acompañado los días anteriores, fue cambiando.

La pediatra nos dijo que Lua estaba muy bien y que si la última analítica salía correcta (que esperaba que sí), no veía ningún motivo para alargar el alta hasta el día siguiente, ya que por la tarde se acababa la tanda de antibiótico.

Cuando oí esto no me lo podía creer. Me estaba diciendo que no pasaríamos más de medio día en ese hospital, que no habría que volver a hacer viajes de noche, que podríamos reunirnos los cuatro, por fin. Me emocioné.

Él no se lo creía. Se lo hicimos repetir y nos pusimos tan contentos que cuesta de explicar. Claro que sabíamos que un día le darían el alta! Pero después de tanto sufrimiento, de los días del parto y del ingreso a neonatos, que te den el alta horas antes de lo que esperabas, ¡te hace volar!

Y volamos. Se lo explicábamos a Lua y a mí me costaba contener las ganas de gritar “Al fin !!!!». Pero nos tocaba esperar las analíticas y no queríamos, todavía, cantar victoria.

Aquella mañana fue mucho más feliz de lo que imaginaba en un principio y sí, todo salió bien. Enviamos un mensaje a mi suegra diciéndole que nos daban el alta pero que no le dijera nada a Laia, que queríamos que fuera una sorpresa para cuando llegara a casa.

Por la tarde: última tanda de antibiótico y al cabo de nada, salíamos felices del hospital. Él porteando a Lua, yo tirando fotos para inmortalizar, por fin, el momento de ir a casa.

Era feliz. Mucho. Un feliz de alivio, de descanso, de por fin, de no sabía cuando llegaría la hora. Un feliz de cuando termina algo que se te ha hecho eterno. Hacía sol y nada de frío.

Salir a la calle los tres fue tan bonito… Fuimos a casa a pie y Lua se durmió enseguida en brazos de su padre. Él, sin embargo, le iba diciendo cositas, me parece. Se nos veía la ilusión en la cara, la felicidad extrema. Enviamos una foto de los tres a las comadronas, sabíamos que para ellas también sería un momento feliz.

Y, por fin, llegamos a casa. Recuerdo la sensación de entrar por la puerta como un momento mágico. Me pasó igual que cuando nació Laia. Aquella sensación se repitió, a pesar de las circunstancias ser distintas. La entrada a casa, la llegada con tu hija en la casa donde ha crecido dentro de tu vientre y donde crecerá a partir de entonces es una sensación indescriptible. En las dos ocasiones que lo he vivido he sentido lo mismo: felicidad y paz.

Ella abrió los ojos y le enseñamos la que sería su casa. Estábamos tan contentos que se nos notaba en la cara, la voz, los gestos… Ella estaba tranquila, observadora y serena.

Desde el primer día (y todavía ahora que tiene 7 meses), le noto a Lua una felicidad y una serenidad brutal. Como si ya supiera de qué va todo y esto le diera mucha tranquilidad, como si no hubiera que explicarle mucho cuando te mira con esa cara de «mama tranquila, que yo estoy muy bien!». Pues así nos miraba aquel día.

Estuvimos saboreando el momento un buen rato pero a mí al cabo de media hora más o menos, o quizás una hora a lo sumo, me empezó a entrar la impaciencia. ¿Cuándo llegaría Laia?

La necesidad finalmente de estar los 4 juntos se me hizo fortísima y empecé a tener unas cosquillas en la barriga brutales. Al principio eran de emoción pensando en cómo sería el momento y su cara al ver Lua ya en casa. Pero con el paso del tiempo me empecé a poner nerviosa. Habían pasado ya dos horas y no llegaba.

Llamé a su abuela pero no contestaba. Estaban en una casa en el bosque y hay poca cobertura. Entonces fue como si ya no pudiera esperar más. Sentía como que ya había esperado lo suficiente para estar los cuatro en casa y ya no podía más.

Seguía faltando alguien y ya no lo podía soportar. Era horrible lo que sentía porque se mezcló el miedo y la inseguridad. Pensaba “¿pero que no nos podremos juntar nunca o qué? no puedo esperar más! Que llegue ya por favor… “ y como esto no pasaba y después de tantos días en que todo se torcía, la mente empezó a traicionarme con inseguridades del tipo «y si les ha pasado algo?»

Empecé a llorar. Él me decía que disfrutara de estar los tres en casa, que ya llegarían y yo le decía que no podía entender como tardaban tanto, que ya oscurecía y habíamos dicho que llegaran temprano… Sí, perdí los papeles y me vino una llorera monumental.

O quizás no era perder los papeles, quizás era, simplemente, que empezaba a sacar tanta tensión acumulada, tantas emociones que allí en esa sala de neonatos con tan poca intimidad, tenían poca cabida. Le di Lua a él, que estaba dormidita, y fui a la habitación. Cerré la puerta y me tumbé en la cama para llorar tranquila sin miedo de que Lua escuchara mis sollozos.

Lloré fuerte, grité en algún momento, me parece. Necesitaba desahogarme, necesitaba llorar como había querido llorar y no había podido todos aquellos días.

Y aquella necesidad de Laia, aquella añoranza que me volvía al ver que no llegaba, destapó la caja de pandora y parecía que alguien hubiera apretado un botón sin retorno porque aquellas lágrimas no se acababan. Lloré un buen rato hasta que finalmente, oí un coche. Me sequé la cara rápidamente y fui con Lua. Abrió él y le dijo «Laia, tenemos una sorpresa». Ella, que se pensaba que su madre y su hermana aún serían en el hospital hasta el día siguiente, entró y nos vio.

Siempre recordaré aquella cara. Dijo que era la mejor sorpresa del mundo, que era el mejor regalo… No lo podía creer y se excitó de feliz. Miraba a Lua, me besaba a mí, le tocaba la mano, abrazaba a su padre, volvía a mí, tocaba a Lua, volvía a abrazar a su padre… y así…

Fui sola un momento a la cocina y mi suegra me dijo que los primos se lo estaban pasando muy bien y que no querían separarse y le había costado mucho convencer a Laia para volver a casa, que por eso habían tardado tanto. Sé que nos abrazamos y volví a llorar de alivio…

Todo estaba bien, todo había ido como tenía que ir, supongo, y en este caso había servido para empezar a llorar y a sacar todo lo que yo había acumulado dentro de mí y que no había encontrado salida.

Aquella noche fue fantástica! Nos quedamos los 4, nos tiramos fotos, nos abrazamos mucho… nos amamos mucho. Por fin se acababa un periplo que ahora, mirado con perspectiva, nos hizo mucho más fuertes.

Hizo que apreciáramos aún más la importancia de estar los cuatro juntos, de tomar conciencia de esta familia que habíamos creado, de esta familia de 4 que éramos. Hicimos piña, fuimos un equipo. Cada uno desde su yo, desde su edad y de su rol en la familia, ayudamos a que aquello fuera lo menos traumático posible…

Yo sabía que aquello no había terminado, que aquellos diez días que hacía que había empezado todo eran demasiado bestias como para que quedaran ya borrados del mapa.

Sabía que me habían dejado marcas, que me quedaban cicatrices con heridas aún abiertas, pero en ese momento yo ya era feliz. Volvía a serlo. Hecha polvo, habiendo dormido poquísimo en los últimos 10 días, agotada y fundida, pero feliz.

Sabía que aquello era un nuevo inicio y ese día decidí que yo, aparte del cumpleaños de Lua, dentro de mí también celebraría los 17 de abril, porque fue el día de la llegada a casa. El día que, por fin, volví a ser feliz.

Continuará…

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Míriam Tirado

Míriam Tirado

Consultora de crianza consciente y periodista especializada en maternidad, paternidad y crianza. Me dedico a ayudar a madres y padres a conectar con sus hijos/as.

6 comentarios

  1. Recordo perfectament quan vaig rebre la foto dels quatre al sofà de casa vostra, tots quatre amb una cara de felicitat, alleujament, emoció, amor…vaig ser tant felç per vosaltres!!!!
    Llegint tot aquesta sèrie de post de l’horror viscut a l’hospital encara tinc més clar que ets molt forta Míriam i que l’amor pels fills fa que sortim vencedors de les més grans penúries, tu ho has demostrat. Jo entenc cada un dels «baixons» que has anat passant i estic d’acord en que, segurament, un cop digerit tot, us servirà per fer més fort el vincle que ja tenieu els quatre. A mi personalment m’ajuden moltíssim les teves paraules i les teves reflexions, m’agrada llegir-te i estar una estona pensant en els meus moments, i sempre en trobo la part positiva! Gràcies guapa!!!

    1. Hola Alba!
      Sé que de tot cor us en vau alegrar d’aquella esperada arribada a casa. Volia penjar la foto que has dit però no quedava gaire bé a nivell d’imatge i he escollit aquesta. Sempre recordaré aquell vespre! Gràcies per les teves paraules. Diuen que ets fort quan no tens altre opció, i jo no en tenia cap altra. Volia estar amb la Lua i la seva necessitat passava per davant de les nostres, no en tenia cap dubte. No ho entenc com un sacrifici sinó com l’única cosa que el meu instint em deia que fes. I ho vam fer i ens en vam sortir. Gràcies per ser-hi guapa! Ets un sol! 😉
      Petons

  2. Nosotros también celebramos dos cumpleaños, el día que nació y el día que la operaron… cuando nos dieron el alta yo solo podía llorar y decirle a mi niña, “respira el aire fresco, respíralo” porque jamas había salido del hospital en todas esas semanas bien y para mí, era importante que notara el sol y el aire…

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