El día que me hundí

Serían sobre las seis de la mañana. Yo había estado en neonatos dando el pecho a Lua hasta que la dejé profundamente dormidita en su cama. Volví a mi habitación, justo al lado, a tumbarme y al entrar, mi madre me preguntó si Lua ya dormía. «Esto es una mierda», dije, y diría que me cayeron lágrimas.

Ella se levantó para abrazarme pero le dije que no, bruscamente y con la excusa de que quería dormir. Pero no era por eso que no quería que me abrazara, sino porque si lo hacía, tenía la sensación de que no podría seguir siendo fuerte y me derrumbaría. Me tumbé en la cama y me dormí al instante.

Al cabo de unos diez minutos empecé con unos temblores brutales. «Tengo mucho frío», le dije a mi madre y me empezó a poner de todo por encima; una manta, una chaqueta,… Duró un rato y no nos asustamos, ni ella ni yo. Sabíamos que era una mezcla de subida de leche y agotamiento profundo.

Cuando me desperté, me dolían mucho los pechos. Volví inmediatamente con Lua y entonces me atreví a mirármelos. Sabía lo que vería pero no quería verlo. Unas grietas de las de manual con sangre incorporada decoraban los pezones.

Cerré los ojos mientras me decía «lo que me faltaba». Yo, que estaba a punto de terminar el curso de asesora de lactancia, que había estado los últimos meses aprendiendo y estudiando sobre este tema, que ya tenía otra hija a quien había amamantado 3 años y medio, me encontraba con unas grietas como una catedral.

Era lógico: con el dolor que me hacía la cicatriz de la cesárea en aquellas sillas infernales de neonatos, no podía dar el pecho en condiciones y con el disgusto que llevaba encima desde el ingreso de Lua, no tenía fuerzas ni para fijarme en la postura. Y cuando acabas de parir, si no te fijas bien en las normas básicas para amamantar: que abra bien la boca, que los ejes de la boca y el pecho, y del cuerpo del bebé estén correctos, etc, tienes grietas aseguradas. Y así fue.

Cuando llegó mi marido se las enseñé y me puse a llorar. Me dolía todo y sentía que, ahora sí, ya no podía más.

La pediatra nos acababa de decir que los 7 días no nos los quitaba nadie aunque Lua no había hecho ningún síntoma y que las últimas analíticas habían mejorado mucho. Teníamos que hacernos a la idea de que nos quedaríamos los 7 días y sus respectivas noches en aquellos metros cuadrados.

«Esto es una mierda», sólo podía decir. “¿Qué haremos con Laia tantos días? Se muere de ganas de estar con Lua… y a mí me darán el alta mañana… ¿como lo haré?”

Y lloraba, y lloraba… bajaba la cabeza y hablaba bajito, todavía no había suficiente confianza con las otras madres como para que no me importara que vieran como estaba realmente.

De aquel día recuerdo llorar todo el tiempo, no como una magdalena, sino con los ojos llorosos todo el santo día. Recuerdo la visita de la comadrona Inma Marcos y cómo me ayudó a animarme con el tema grietas. Vio donde me sentaba e hicimos una postura adecuada para amamantar en esas condiciones y, tal como me había dicho, en 24 horas los pechos se habían curado.

Pero el llanto por las grietas era la punta del iceberg. A medida que iban pasando las horas me iba enfadando más. El mal humor se iba apoderando de mí y ya no sentía sólo tristeza, sino que la sensación de injusticia se fue haciendo más fuerte.

En resumen, me cabreé muchísimo con la vida. Digamos que podía entender el hecho de no haber tenido el parto que deseaba y me había resignado, pero que cuando ya era completamente feliz, cuando estaba instalada en la luz de tener a Lua en brazos, me la ingresaran separándonos toda la familia, eso sí que no.

Este revés, esta batacazo monumental cuando estaba tocando el cielo me había dejado tan aturdida, que ahora, que empezaba a salir del shock, sentía que me habían hecho la peor jugarreta del mundo.

Los que me leéis y os han pasado cosas infinitamente más terribles quizás penséis que soy exagerada. Sé perfectamente que hay cosas más terribles y deseo no tener que vivirlas. Pero en ese momento, cuando estás inmersa en cosas así, el resto te importa poquísimo.

Que haya cosas peores, en ese momento, para mí no tenía cabida. Yo intentaba lidiar con mi presente y los sentimientos que me generaba y os prometo que pocas veces me he sentido tan profundamente enfadada. Quizá por eso tampoco toleraba que nadie me tocara, nadie aparte de Laia. Cuando alguien me quería abrazar yo me apartaba: estaba eléctrica. Tenía más ganas de pegar un saco de boxeo que de recibir nada.

Sé perfectamente que la vida no se rige en términos de justicia y siempre que he oído a alguien decir «es que la vida es tan injusta….» pensaba que lo decía para poder decir algo, para poder sacar la decepción o la rabia.

En esta ocasión que me tocaba vivir, me sentía exactamente como estos de quien hablaba: sentía que la vida se había portado fatal conmigo, que no había sido nada justa, que nosotros no nos merecíamos tener una primera semana de vida de Lua de esa manera y si me hubiera encontrado la «Vida» en forma humana creo que le habría dado un bofetón.

Ahora, con el tiempo, me sorprende haber sentido todo eso porque sé que no tenía ningún sentido. Pero en ese momento me daba igual, estaba profundamente enfadada y eso, mezclado con la pena infinita que sentía, me hundió. Lo recuerdo como uno de los peores días de mi vida. Lo lloré entero y sólo por la tarde, hacia las 7 que vino Laia a verme, intenté dibujarme una sonrisa en la cara.

Entré en la habitación (Lua estaba con su padre) y la encontré encima de mi cama. Me tumbé y nos estuvimos abrazando un buen rato. Ella me decía «que bien estar juntas así», y yo no podía parar de repetirle «te quiero, Laia, te quiero, te quiero» mientras la besaba y lloraba, otra vez.

Ella, que se moría de ganas de estar con su hermana, sólo la veía unos minutos a las 13h a través de un cristal. Y desde el cristal le decía cosas, y desde dentro Lua la miraba, y yo, si Lua estaba en brazos de su padre, me escondía un poco más allá y me ponía a llorar. Aquella imagen, la del cristal y los cuatro separados me rompía el alma.

Y poco a poco, con cada cosa que pasaba ese día, con cada bebé de neonatos que veía cuando levantaba la vista, con cada vez que pensaba «esto no puede estar pasando», me iba hundiendo un poco más e iba entrando en una pena profunda que parecía que no tuviera fin

Iba saliendo del shock para entrar en un lugar peor; empezaba a sentir, empezaba a despertar de la pesadilla para instalarme dentro durante unos días más y empezaba ya a sentir todo con una intensidad que hundía. Como cuando, de pequeño en la piscina, te hacían aquello de sumergirte la cabeza en el agua y no dejarte salir, aquello que no hace ninguna gracia.

 Recuerdo haber enviado este mensaje a alguien: «Esto es horrible. No lo podré soportar».

Continuará…

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Míriam Tirado

Míriam Tirado

Consultora de crianza consciente y periodista especializada en maternidad, paternidad y crianza. Me dedico a ayudar a madres y padres a conectar con sus hijos/as.

7 comentarios

  1. Sigo el relato desde el principio. Es duro lo que te pasó, además estamos muy sensibles en el posparto. Es como si el mundo se hundiera y tú con él y no puedes hacer nada, y duele mucho. Mis primeros días después del parto con mi hijo mayor fueron así tambíen, por un ingreso también, por separación.

    Y parece una chorrada pero lo de la silla esa tan incómoda puede terminar de hundirte en la miseria. Es la prueba de que no, no piensan en nosotras ni en la parte emocional del asunto, no creen que sea importante.

    Un abrazo grande.

  2. Buf, quin fart de plorar, Míriam! Descrius perfectament el que són sentiments i emocionsi els distingeixes del és racionalitzar les coses. Com tu dius, no sempre van de la mà, però tots són perfectament vàlids. Una abraçada molt gran!

  3. Buf! Quants sentiments a cada continuarà… Jo també tinc un «no puc» i aquesta racionalització de «potser no és per tant» tb hem passa pel cap, però seguidament m’invaeix un ‘que injusta és la vida’. I pedalant i cap endavant..pel bé dels nostres petits.
    Quin relat més dur.

    Una forta abraçada!

  4. Guau, cómo te entiendo. Es tan duro que a un hijo le pase algo… Y lo que tú dices, da igual si lo de al lado es más duro. A cada uno le pesa lo suyo.
    Yo lo viví con mi hijo mayor. Durante 2 años estuvimos mareados entre neurólogos, psiquiatra, foniiatra, logopeda… Porque nos decían que podía tener autismo, o trastorno del lenguaje. 2 años hundida, llorando cada día, buscando en Internet respuestas, con depresión, intentando convencerme de que todo estaba bien, otros días todo lo veía negro. 2 años en que no disfrute de mi hijo porque no podía ver el lado positivo a nada. Y siempre me preguntaba ¿por qué a mí?.
    No se lo deseo a nadie lo que pasé. Esa angustia, la incertidumbre, nadie se quería mojar pero tampoco nos dejaban tranquilos, el pensar que si era algo de eso, qué iba a pasar el día que mi marido y yo no estuviéramos.

    Gracias a Dios todo se fue resolviendo y parece que quedó en un retraso maduración me dijeron, pero fueron unos años horribles.

      1. Hola Kmeta! Claro! Te dejo mi email por si te apetece escribirme: aliciavm84@gmail.com

        Siento que estés en esa misma situación, ahora lo veo lejos y es más fácil hablar, pero ánimo! Tú eres el mundo de tu peque y no dejes que te pase como a mí, que por estar hundida me perdí 2 años suyos.

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