Enero del 2010
El otro día llené la bañera de agua muy caliente. Al principio, lo hacíamos más por mi hija Laia, para que se bañara con uno de nosotros y jugara con el agua. Pero cuando entré, pedí, por favor, quedarme un rato a solas. Fue al contactar con el agua con todo mi cuerpo, que tuve una sensación que hacía mucho tiempo que no sentía … Primero comenzó como un dulce dolor, similar a cuando tienes una contractura y te da placer que te la aprieten con la mano. Y justo después, sentí una emoción que invadió todo mi cuerpo, toda mi piel, hasta tal punto, que se me llenaron los ojos de lágrimas. No entendí qué había sucedido hasta muchas horas después. En aquel momento, tampoco quería entenderlo, sólo quería disfrutar. Poner la cabeza bajo el agua, sentir como resonaban los sonidos, atenuados, en la bañera. Sentir mi cuerpo desnudo, inmóvil, bañado en agua caliente. Muy caliente.
Después recordé. La última bañera fue en el hospital, en plena vorágine de contracciones. La última bañera fue horas antes de que naciera mi hija, cuando todavía creíamos que nacería por parto natural y que tanto mi compañero como yo veríamos como salía de mi cuerpo poco a poco y me la pondrían sobre la barriga. La última bañera fue llena de esperanza e ilusión, con contracciones fuertes que pensaba que ayudarían a Laia a venir a nosotros. Finalmente todo fue un poco diferente de como nos lo habíamos imaginado y Laia tuvo que nacer por cesárea, absolutamente necesaria, a la que doy las gracias sin dudarlo ni un segundo.
La bañera después de «la última bañera» fue reparadora y después de sumergirme en cuerpo y alma dentro del agua, Marc me dio Laia para poder disfrutar del baño también con ella. Jugamos con el agua, hicimos chip-chap y nos reímos los tres, contentos de que Laia haya querido venir a nosotros, sea de la manera que sea.