Un día, hace tiempo, me encontré a una conocida por la calle. Ella hacía poco que había sido mamá y yo hacía un año que lo era. Al principio estuvimos hablando un poco de todo y de nada, y al poco rato, le pregunté cómo estaba ella. Supongo que fue la pregunta, porque normalmente, estamos acostumbradas (las madres) a que todos nos pregunten por el niño o niña (que si come, que si anda, que duerme…) pero casi nunca por nosotras. Entonces ella hizo una pausa prácticamente imperceptible y, con lágrimas en los ojos, volvió a hablar del bebé, esta vez para decirme que lloraba mucho y que ella ya no sabía qué hacer. Me lo decía sinceramente, con cierta desesperación en la voz. Se la veía cansada, con mala cara y no transmitía felicidad. Mientras me decía que el niño le lloraba horas y que lo habían llevado ya a dos consultas pediátricas sin que nadie le encontrara nada de extraño, me di cuenta que esa mujer, en aquellos momentos, no era una madre sino otro bebé llorando desconsoladamente porque no viene mamá.
Aquella mujer no entendía nada de su hijo. Estaba absolutamente desconectada porque estaba tan necesitada ella misma, que no podía dar a su bebé lo que él le reclamaba con llantos y gritos, simplemente, porque ella también lo necesitaba. Entonces y con toda la delicadeza que supe expresar, le dije que los bebés lloran por muchos otros motivos que no sólo malestares físicos. Que a veces lloran porque no entienden el nuevo medio donde han ido a parar después de 9 meses dentro del útero, o que a veces se sienten raros, o abrumados, o quizás reclaman tener el cuerpo de mamá tan cerca como lo tenían cuando estaban en la barriga.
Mientras le decía esto me miraba con unos ojos como si le estuviera hablando un extraterrestre bajado de una nave espacial redonda. Ella no quería oír nada de lo que le contaba, sólo quería que su hijo se callara. No podía tolerar ninguna otra información que no fuera una solución rápida y fácil para acabar con su tormento. No podía aceptar que su hijo estuviera sufriendo tanto o más que ella… y me di cuenta de que aquella mujer tenía la fantasía idílica, inocente e infantil de que tener un hijo es fácil, y sobre todo, no tenía ganas de permitirse sentir su propio abandono, para poder sentir después el de su hijo y atenderlo como él pedía y se merecía.
Lo que yo le decía, por ella y en ese momento, en su absoluta soledad, era incomprensible y, efectivamente, de otro planeta. Se secó rápidamente los ojos como diciendo «aquí no ha pasado nada» y se marchó deprisa, con alguna excusa que ahora no recuerdo. Cuando continué empujando el cochecito a casa me sentí mal por no haberla podido ayudar, sentía que había perdido la oportunidad de echarle una mano, que me había equivocado. Pensé que quizás debería haber callado, y la debería haber abrazado. Así de golpe, un abrazo caluroso y reconfortante, de los que te acogen y te puedes sentir en casa. Quizás era simplemente lo que ella necesitaba, igual que su bebé.
2 respuestas
les abraçades….que importants son.
Potser no et vas equivocar… tan sols que a vegades les respostes no són instantànies. La teva amiga té les teves paraules algun lloc dins seu i potser més endavant arribarà el dia que estarà preparada per fer-les servir!